sábado, 20 de diciembre de 2014

60 AÑOS DE MASOQUISMO ALUCINANTE

- A Miguel, por sus 43 años de aguante y persistencia con el Vinotinto.




FOTO: HAROLD CASTAÑEDA


Yo provengo de una camada muy rara de hinchas de fútbol, hinchas que solo entienden su
embeleso ellos mismos, aunque, en ocasiones, asaltan las dudas y esa fe casi furibunda tambalea,
al final esa certeza triunfa por encima de las penurias y las lágrimas. Yo lo reconozco, lo admito,
soy un masoquista abyecto, incluso voy más allá y logro justificarlo, es decir; no escarmiento, estoy
enfermo de ese masoquismo, estoy completamente loco y no razono, y si lo hago, argumento que
esta desfachatez es amor, un amor puro y desmedido, de esos amores que solo se sienten una
sola vez en la vida, de esos que es imposible relegar y conseguirse otro, esta camada de hombres y
mujeres estamos contagiados de lo mismo, padecemos el mismo mal, somos un montón de
descarados. No, vuelvo y pienso y digo no, no es así, me niego a aceptarlo, yo, mejor dicho
nosotros estamos enamorados de la misma cosa y no siento celos, siento orgullo.
Corre un 21 de diciembre, es el final de la tarde, para esa manada de hinchas raros y rebosados de
cuarenta y nueve años de espera, no es un día cualquiera. En un césped mal cuidado y ajeno hay
un hombre blanco, rubio, de mediana estatura, de mirada fría y pasmosa, en su rostro se dibuja
ansiedad con nerviosismo. “Teño”, apocope de porteño, es un sobrenombre cariñoso puesto a
Jorge Artigas cuando despuntaba los catorce años, este hombre que ese día del año 2003 está
parado al borde de un área de futbol de ese césped sediento y maltratado, frente a él hay un
balón ubicado justo en un punto blanco que marca el tiro penal, mas allá, exactamente a once
pasos de distancia hay otro argentino de apellido Díaz, al lado de estos dos hombres hay un
llanero vestido de impecable negro; Oscar Julián como es llamado se encargó de hacer justicia en
aquella tarde calurosa de Cali. Pasadas las seis de la tarde los hombres de dos equipos de fútbol
hacen una línea en el centro del campo, hacia el norte están esos dos argentinos y ese llanero que
hoy después de once años le veo y hablo con regularidad en Villavicencio, ellos se disponen a
cerrar una final de fútbol en Colombia.

Mientras eso sucede a trescientos kilómetros de distancia en mi natal Ibagué veo por el televisor
de mi casa la escena de esos dos gauchos y el llanero, el corazón se acelera y siento un frio que me
deja alucinado, mi boca se abre, mis manos acuden al encuentro de mi cabello y lo apretujo con
fuerzas, mis ojos se abren y se abren cada vez más mientras camino por una sala llena de muebles
que trato de quitar para liberar algo de ansiedad, doy vuelta, regreso, miro el televisor, me siento
y vuelvo a incorporarme. No me salen palabras, pero mi cuerpo lo dice todo, mi comportamiento
es quizás un síntoma de esa enfermedad, aunque mi mente sabe que es ese amor excedido y su
reacción que no puedo contener. Al final de ese ajetreo involuntario me detengo, solo hay una
cosa que puede hacerlo, allá, en el Pascual Guerrero, Artigas toma aire, la inclinación de su cuerpo
en el campo deja ver su perfil zurdo, baja su pecho cuando la bocanada de aire sale de él al
momento de tomar carrera rumbo al balón ubicado en el tiro penal, a su lado el llanero con el
silbato ha autorizado el cobro y con el ha detenido la respiración de esos raros hinchas, al final, en
la línea del pórtico el otro argentino levanta sus brazos al cielo para hacerse más grande, se
adelanta unos metros para hacer un achique mañoso, yo no lo creo, cierro la boca y aprieto los
dientes, ya no queda más, Artigas el argentino más tolimense de la historia llega al balón, su pie
izquierdo lo patea, y yo, levanto los brazos mientras contengo el aire, estoy a escasos segundos de
ser un hincha que ha visto a su equipo por primera vez ser campeón.

Antes de eso, mejor dicho mucho antes de ese cobro penal, en la década del cincuenta inicia un
sueño que tardo cuarenta y nueve años en completarse, cuarenta y nueve años de agonía, de
intentos, de fracasos, de injusticias, de goleadas, de derrotas estrepitosas, de ilusiones, pero ante
todo, de mucho aguante y corazón a esos colores. Cuarenta y nueve años es mucho tiempo, mi
abuelo los vivió casi todos, con radio en mano cada ocho días y como un ritual se acercaba al
vetusto Murillo Toro, salía acongojado, maldecía una y otra vez por la derrota sufrida, aunque,
terco, muy terco a los ocho días repetía la rutina agobiante y desesperada por una victoria que
acercara a su equipo a ser campeón por primera vez en su historia. El abuelo, ese moreno recio y
malgeniado parecía condenado en vida por el equipo de sus amores, su sacrificio jamás fue
recompensado, vio al equipo descender humillado, y aunque como el ave fénix al poco tiempo lo
vio resurgir de ese infierno de la segunda división, la felicidad le duro poco, tres años después el
cáncer se lo comió vivo y jamás vio al equipo salir campeón.

Así que parafraseando menos y para terminar ese suspenso del tiro penal, regresare a la sala de mi
casa, yo era muy chico para viajar a Cali a ver esa final, años después no me bajaría de los buses
para ir a ver al equipo pisando gramados con una estrella de campeón en su pecho. El delantero
argentino con un pie en el balón, con el arquero contrario adelantado, con la respiración en
suspenso, con miles de miradas en ese instante descongelare ese momento y lo dejare fluir. Artigas patea el balón a la mano izquierda de Díaz, este último se inclina hacia su derecha, se deja
caer penosamente mientras el balón hacia el otro costado busca la red. Casi dos segundos después
de la patada el balón ingresa e infla la red, es gol, que carajos, es más que un gol; es un título, en
lugar de decir GOL yo grite fuertísimo ¡CAMPEÓN!, mi perro me responde el grito, los vecinos
hacen el mismo sonido, mi hermana a mi lado se queda pasmada, corro como loco por la casa
buscando la puerta hacia la calle, afuera donde no había ni un alma segundos antes, se empieza a
llenar con un gentío descontrolado, un joven pasa a todo velocidad con su motocicleta, por poco
me atropella, cruzo la calle y abrazo a un amiguito que sonríe y salta como yo, en ese instante alzo
los brazos mientras doy vuelta y miro a mi casa, en ella mi padre me busca con la mirada, quiere
abrazarme pero yo estoy descontrolado, hay algo en mi pecho, un vacío raro, no puedo explicarlo,
solo lo siento y lo atesoro, es un clímax único que nunca había sentido, años después descubro
que esa sensación se llama amor. Así que, mi respuesta está allí adelante mío, no es locura lo que
me hace un descarado abyecto, es el amor a estos sesenta años de historia.


Por:
JOSE ARNOLDO VARGAS C.
Villavicencio, 19 de diciembre de 2014


FOTO: JUAN ROMERO

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